martes, 14 de marzo de 2017

La realidad de mi centro

La realidad de un centro donde trabajé: Las tres mil viviendas

La realidad de mi centro


 Hace unos años recalé en uno de esos centros que nadie quiere, y yo me incluyo el primero. Porque si hablo de las tres mil viviendas en Sevilla, todo el mundo en este país sabe que me refiero a uno de los peores barrios de España (si no el peor). Pues ahí me mandaron en mi segundo año de funcionario en prácticas. Posteriormente he estado en otros centros donde no había demasiados problemas de disciplina y convivencia, por eso me gustaría hacer esta reflexión del instituto “de las tres mil”.

 Por el tipo de centro del que hablo, el modelo disciplinar resultaba necesario, aunque con un gran matiz: el diálogo profesor-alumno era la herramienta para que todo funcionara. Con un modelo disciplinar 100% es seguro que los conflictos generados en el instituto se habrían multiplicado, porque lo que demanda este tipo de alumnado no es un régimen férreo, sino alguien que les escuche, tan simple como eso. Me di cuenta de esto nada más aterrizar allí: la gran mayoría de los chicos/as venían de familias desestructuradas, de padres a los que no les interesa lo más mínimo la educación de sus hijos y que por supuesto, no atiende a sus inquietudes y problemas. Por tanto, la aplicación de este modelo de escucha y diálogo funciona muy bien allí. Y las relaciones profesor-alumno fueron así fluidas (hablo de mi caso particular). Compañeros que optaron por un régimen de disciplina estricto tuvieron multitud de problemas (algunos de ellos derivaron en bajas por depresión). Para la buena convivencia en el centro se contaba con la figura de un mediador en cada clase y de un vigilante (de etnia gitana, como el 95% del alumnado) que hacía rondas por el centro controlando que nadie estuviera o hiciera lo que no debía. No obstante, no voy a mentir, raro era el día en el que no había peleas entre alumnos/as y más de una vez tuve que intervenir para separarlos. El problema de verdad era cuando las familias entraban en juego, pues una simple chispa podía generar un incendio de dimensiones desconocidas. Por ello se intentaba implicar a las familias en la vida del centro, aunque la participación o el interés de las mismas era escaso. Se intentaba que el instituto fuera una especie de isla de paz dentro de ese mundo exterior tan duro que les había tocado vivir. Al menos, durante el horario escolar, se olvidaban un poco de su realidad y podían ser niños/as y comportarse como tal. Se hacía especial hincapié en el día de la Paz, aunque se extrapolaba a todos los días del año, y en la programación de la asignatura siempre estaba presente en los temas transversales. No siempre teníamos éxito, también lo digo, y a veces resultaba desalentador. Hoy, que lo veo desde fuera, tengo que destacar la labor que allí se realiza, por su dedicación y dificultad, y no me cabe duda que ganarse la confianza y el corazón de esos chicos y chicas es la única forma de que un centro así funcione. Y la herramienta para ello no es un férreo modelo disciplinar, sino el diálogo y la escucha. Quizás no aprendan muchos conceptos ni adquieran un gran nivel en las áreas, pero saldrán siendo mejores personas, más tolerantes, más pacientes, más abiertas. Y pienso que este es el fin último de un centro educativo. 

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